Hubo, una vez, en el Cielo,
una estrella entre un millón;
brillaba todas las noches
con un hermoso fulgor.
Era radiante y altiva,
con belleza sin igual;
no había en el Cielo otra estrella
con que poder comparar.
Una noche de verano,
la estrella no pude ver;
¿dónde te has ido, Ángel mío?
¡no veo tu resplandecer!
La busqué mil y una noches,
mas mi tesoro no hallé.
¡La he perdido para siempre!
¡Con ella se fue mi Ser!
Espero que, en un futuro,
al abrir una ventana,
vuelva tu halo de luz fresca
a alumbrar mi triste alma.
Y cuando llegue esa noche,
esperada con anhelo,
no dejaré que se vaya
tu gran resplandor del Cielo.
¡Vuelve pronto, luz de noche!
¡Vuelve pronto, luz del día!
No puedo ver sin tu luz…
sin tu luz, no hay alegría.
Y una noche del otoño,
al final del firmamento,
aparecieron dos luces
fulgurantes como el fuego.
Una de ellas, eras tú
vestida con gasa blanca,
engalanada de raso,
brillante y adiamantada.
La otra estrella era pequeña,
pero con dulce candor,
de la que se iban cayendo
lucecillas de color.
Eran lágrimas de luces.
Eran lágrimas de Sol.
La otra estrella era yo mismo
que había muerto por tu amor.
Pero en la noche siguiente,
tan sólo quedó una estrella,
fruto de la unión perenne
de Caballero y Doncella.
Y esa luz, desde esa noche
al Mundo podrá guiar;
de esa forma había nacido
la gran Estrella Polar.
viernes, 2 de mayo de 2008
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